lunes, 20 de febrero de 2012

COMPRENDER, SIN ENTENDER NADA…*

Por Migue Magnasco

Aquellas noches de un prematuro verano, eran la mejor excusa para armar la mesa en el pequeño patio interno que teníamos en mi antigua casa de Villa Mercedes. Yo, aún niño, creía que eramos inseparables siempre que lográbamos el cometido de sentar a los 5 integrantes de la familia a compartir aunque sea los 30 o 40 minutos de la cena. Debo admitir que hasta rehusaba de las quejas frente a la insistencia materna para que ayudase a poner platos, vasos y cubiertos; con tal de ocupar mi intocable lugar a la izquierda de los mayores, y escuchar alguna de las historias repetidas, pero siempre vigentes de papá. El viejo entraba y salía de esas conversaciones. Sus lagunas mentales eran motivo de chiste entre los 3 revoltosos, que peleábamos bastante entre nosotros, pero que cuando teníamos la posibilidad de encontrar alguna maldad que nos pusiera del mismo bando, no dudábamos. Y Magnasco lo sufría. “¿Qué?”“¿Cómo?” preguntaba él, y nosotros estallábamos de risa. Menos mal que el aroma armónico y fresco del jazmín (que mamá resguardaba con recelo, y penas severas para quien osara maltratarlos) amenizaba todo posible enojo y el viejo terminaba aceptando el macaneo de los insoportables.

Con cierta periodicidad, nos enganchábamos viendo alguna película antes de comer, hecho que habilitaba a mover el televisor del living hasta el borde del patiecito, a fines de no perderse los detalles del film. Eso dependía del humor de las autoridades a cargo, que por si eso fuera poco (y de manera regular debo decir) terminaban cambiando de canal para frustración nuestra, y en una demostración clara de dominio etario. Esa noche también sucedió eso. Pero a diferencia de otras, la intensidad emotiva de lo acontecido en esas horas, dejó en mi, huellas indisolubles, imprescriptibles.

La espesura del ambiente, ceñido de rostros preocupados y perplejos, era lo suficientemente perceptible como para que un niño se diera cuenta de que las cosas no andaban bien. El noticiero, las corridas, el fuego, las puteadas, la policía disparando, apretando, golpeando, y asesinando a quien debía proteger; los analistas ininteligibles, la comida fría, el sonido de la TV como cortina del silencio más atroz en una casa vacía de respuestas y sumergida en el desasosiego; los ojos de mi viejo.

Al tipo nunca nadie le regaló nada. Siempre fue un luchador que tuvo que forjar sus senderos sin mayores manos de arriba, y con la única certeza de que el trabajo dignifica al hombre. No era alguien que acostumbrara a demostrar temores, más bien se caracterizaba por hacerle frente a los problemas, a su modo, un tanto rústico, pero infalible. Sin embargo, esos ojos, aquella noche del 19 de diciembre de 2001, lo decían todo. Nunca lo vi tan derrotado. La cantidad de cuentas que habrá sacado la cabeza del pobre viejo, al ver esas secuencias repetirse una y otra vez en la pantalla. Tal vez imaginaba, con acierto, que se venían los peores años de su vida; no lo sé.

Recuerdo también que se congregaban en casa algunos parientes y vecinos que a medida que iban llegando no paraban de repetir “¿Qué quilombo, no?”. Pero solo recibían por parte de los presentes, el gesto de negatividad con la cabeza, y otra vez el protagonismo volvía a las imágenes, como si la sola intención de contestar les revolviera el estómago.

“Renunció Cavallo”, y al otro día, y como siempre tarde, “Renunció De la Rua”. El rojo y blanco del club de mis amores, daba formato a las chapas de Crónica, y el pueblo en la calle decía basta con una consigna símbolo de quiebre para los argentinos: “Que se vayan todos”. El modelo neoliberal se agotó y estalló en cacerolas resonantes a lo largo y ancho de nuestro territorio.

Yo estaba en mi mundo. Como la mayoría del tiempo. Pero el estremecimiento de la historia, de nuestra historia como nación, es una conmoción que los criollos no podemos evitar. Y yo lo respiraba. El recuerdo de esas jornadas reaviva, y a la vez clarifica, esas inmaduras pero genuinas interpretaciones. Me hace pensar en las lagunas mentales de papá, y en la desesperación que debe haber sentido frente a la peor crisis económica de su vida, que como un fantasma no le debía ni un segundo de tregua. Me hace pensar en la cobardía enorme e imbecilidad desmesurada de quienes gobernaban el país por entonces. Me hace pensar en la brutalidad policial. Me hace pensar en la valentía de quienes resistieron. Me hace pensar en nosotros, y en la memoria como motor de cambio.

Todavía sigo llenándome de un insoportable dolor al repasar los destellos que dejaron 34 hermanos sin aire. Como homenaje a ellos y a quienes le pelearon mano a mano a la más premeditada traición al pueblo, estas líneas.

El 19 y 20 de Diciembre del 2001, el país colapsó en la peor crisis económica, política y social de su historia. Y yo lo comprendí, sin entender nada.

*Texto inspirado en “Salvador 19 y 20”, de mi amigo, Lautaro Bentivegna.